En un claro del bosque un pequeño duende estaba sentado encima de un roca. Hablaba sin cesar, a las piedras, que eran las únicas que le seguían escuchando. El discurso del duende era triste, aunque su cara tuviese una expresión jovial, se sentía solo y, aunque no era capaz de parar, su discurso sin oyentes le amargaba.
Cuando se callaba era peor, un silencio sepulcral se apoderaba de su claro y le recordaba que si no había nadie allí, era por su culpa. Antes tenía muchos amigos pero poco a poco todos se cansaron de las estupideces a las que daba importancia exagerada y los asuntos importantes que desechaba como banales. Entonces se dio cuenta de que estaba solo y poco a poco su discurso se tornó en una colección de lamentos y autocompasión. Lentamente se fue sumiendo en un oscuro pozo de desesperación.
Una mañana llegó a la conclusión de que debía poner remedio a su situación, pasó todo el día pensando la mejor forma de enfrentarse a su problema y se fue a dormir con el estómago lleno de nerviosas mariposas.
Al amanecer del siguiente día, el duende sonreía al Sol desde la rama del pequeño arbol donde una soga soportaba ahora todo el peso de sus errores. Solo.
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