jueves, 24 de abril de 2008

El último rugido

La propaganda del Gobierno estaba clara, la violencia había sido erradicada de las ciudades, se vivía en la sociedad perfecta, el mundo perfecto. Mucha más gente creería esta mentira si no fuese por aquel Domingo de Mayo, aquel Domingo en el que la gente disfrutaba tranquila de una plácida tarde en la capital, aquel Domingo en el cual los que luchaban por la libertad del pueblo llegaron a la conclusión más extrema.
Apenas hubo movimientos que anunciasen la tormenta que se iba a desatar. A las tres en punto del mediodía un enorme grupo de jóvenes se congregó en la Casa de Campo. En menos de veinte minutos, tres mil encapuchados (iban embozados por costumbre, lo de ser identificados ya no importaba) se abalanzaron sobre la ciudad. Nada quedaba intacto a su paso, absolutamente nada. Edificios ardiendo, árboles derribados, coches reducidos a amasijos de hierro, familias masacradas. Era una horda de muerte vestida de negro, con la bandera mitad roja y mitad negra que nadie podría olvidar a partir de aquel día. La policía y el ejército reaccionaron lo más rápido que pudieron pero aquello era algo que nunca se había visto, una ola de destrucción absoluta, sin sentido y sin posibilidad de negociación.
La primera unidad de antidisturbios que se enfrentó a ellos comprendió demasiado tarde su error, esta no era una manifestación más, aquí las balas de goma y los gases lacrimógenos no valían de nada. La negra turba se abalanzó contra el muro de escudos y lo barrió sin miramientos, ni un solo agente sobrevivió a aquella locura. Por supuesto dispararon y mataron a varios, pero no se detenían, aquello no tenía sentido, no había explicación a aquella salvajada.
El siguiente grupo de policías llevaba armamento letal e iban apoyados por el ejército, cuando vieron aquella turba descontrolada, cubierta de sangre, avanzar arrasando hasta la más pequeña flor a su paso, sus corazones se encogieron y comenzaron a disparar sin miramientos. Inmediatamente comprobaron que estaban haciendo lo correcto, porque nada menor que la muerte detenía a aquellos salvajes, llegaron a sus líneas y cuando abatieron al último varios agentes habían caído.
Sin poder creer lo que acababan de contemplar, el comandante que dirigía la operación recorrió la plaza cubierta de sangre y cadáveres vestidos de negro hasta que encontró a un moribundo. Se agachó al lado del joven y le increpó sobre el por qué de aquella locura. Escupiendo sangre, el muchacho sonrió al militar y con su último aliento le dijo "ahora sabéis que nunca se está completamente a salvo"

2 comentarios:

Giaccomo Torchia dijo...

sorprendente, no eras tu el adalid de la paz y la florecitas?. Pero tienes razon hay veces que cuando un bosque crece sin control, solo el caos del fuego devuelve el equilibrio.

Pedro dijo...

Jo, a mí tmabién me has sorprendido. La verdad es que el mensaje está ahí, pero no me gusta (por primera vez) el ángulo desde el que está enfocada la historia. Y ten cuidado con los colores, son bonitos, pero pueden asustar.

Un abrazo,


Pedro.